El destino y la soledad me
llevan al banco de una estación de trenes. Fue tanta la casualidad que ni
siquiera atine a mirar cuál era. Quizás sea una de las que recorro usualmente
al volver de trabajar pero no, no logro distinguir detalles que mi mente pueda
asociar con un lugar conocido. En definitiva, estoy sentado mirando como la
gente va y viene sin parar. Ellos van con un rumbo definido, en la búsqueda de
algo, o alguien, que los reciba con la calidez que afuera dejo de existir.
Mientras aquí espero,
observo a mí alrededor. Con la mirada perdida en algún punto, mirando sin
mirar, un aroma intenso y profundo me abofetea para hacerme sentir la realidad.
En un instante recobro la consciencia, vuelvo a tierra, y comienzo a buscar el
origen de tal perfume. No fue difícil, a unos escasos metros, una mujer de pulóver
blanco y pollera azul que, con elegantes y refinados movimientos busca lugar en
una mesa próxima a la mía. Si bien no está vestida de gala, no puede pasarse
por alto su esbelta y delicada figura, las líneas que se dibujan sobre la ropa
demarcan el contorno de una dama perfecta. Sumado a esto, su actitud relajada y
despreocupado, la hacen aún más bella y atrayente.
Mas allá de todos los transeúntes
que recorren los pasillos está ella, Maribel, así decidí llamarla. Sentada solitaria
esperando a que los minutos se consuman. La imagino esperando a un novio, un
amante, tal vez, o tan solo a que salga el tren que la conduzca a su destino.
Mi tiempo se ha perdido, ya
no solo no se dónde estoy sino que, además, no se cuánto hace que estoy sentado
en esta butaca verde. No me preocupa. No me interesa. Solo estoy aquí con ella.
Mis ojos están fijos en sus movimientos. Ella lo sabe, es consciente de que la
miro pero, su discreción hace que no se note mi escaso disimulo. Un debate
interno se abre en mí. Ir a acompañarla o seguir expectante. Intentar o
arrepentirme después. Las vueltas y mi indecisión hacen que no me arriesgue,
que malgaste valiosos segundos y esto me aleje de estar frente a ella.
En un descuido, quizás mientras
dilucidaba qué hacer, alguien se sienta junta a Maribel. Un hombre algo mayor
que ella, lo evidencian los trazos blancos en su cabellera. Él la saluda y
comienza a hablar como si la conociera. Le pregunta por su vida, su trabajo,
sus sueños. Ella, mi mujer misteriosa, sigue allí y consciente que yo todavía la
espero. El inoportuno visitante insiste con el dialogo al punto de parecer un
interrogatorio policial buscando una veta que le de acceso a más. Ella le
cuenta que mañana es su cumpleaños, que a la noche saldrá a festejarlo. En un
nuevo intento rapaz, el caballero insiste hasta confrontar con la realidad
menos querida, su corazón tiene dueño. Esta noticia desconcierta al atrevido muchacho
que, poco a poco, comienza a desplegar una sinfonía de excusas que le permitan
salir airoso de la charla. Ella ya no habla, solo asiente con la cabeza, con
una minúscula sonrisa que denota relajación. Él se levanta, la saluda y se va. Ella
vuelve a estar sola y mis posibilidades vuelven a renacer.
El debate resucita pero,
sorpresivamente, Maribel se levanta y comienza a arreglarse para irse. Quizás su
tren haya llegado. Quizás ese amor que decía haya entrado a la estación. Sea cual
fuera la razón, ella se estaba por ir. Mi pecho exasperado por la impotencia de
no haber hecho nada me impulsa a hacer algo pero mi cuerpo no responde. Ella ya
está lista. Comienza a caminar y, al pasar junto a mí, se detiene, me mira y
dice: - Es la última vez que jugamos a esto de no decir nada mientras un
extraño intenta conseguir lo que solo vos pudiste.
Me pongo de pie, le sonrío
y, luego de besarla, nos alejamos juntos a casa.