Hace tres semanas estoy
aquí. En esta pocilga de lugar que algunos se dan el lujo de llamar “hogar”. Con
las comillas y la fuerza de las palabras, con la firmeza de que en nada se
parece a lo que llamaríamos: Hogar. Aquí, en medio de la nada, lejos de todo
pero a las puertas de la entrada al resto del mundo, cada uno sigue su camino
sin mirar quien camina a su lado. Sin siquiera darse por enterados que el
universo se mueve y con cada paso que damos estamos más lejos de encontrar una
calle que nos permita salir de este encierro voluntario. Aquí, más que en otro
lado, el dinero garantiza la permanencia no la paz ni la tranquilidad. Aquí un
par de papeles hacen de tu estadía una verdadera experiencia inolvidable lejos,
muy lejos, de lo que se pueda soñar. De lo que se pueda esperar al abrir los
ojos cada mañana.
Hace tres semanas que estoy
aquí y nada parece haber cambiado de la última vez que pise este suelo. Aquí,
todos parecen ausentes y sin rostros. Sus caras han sido borradas por completos
de su cabeza, solo son seres que se mueven y, ocasionalmente, mueven la boca gesticulando
algo. Tal vez sean palabras, no lo se. No logro comprender que es lo que
quieren decir. No logro conectarme con la incomunicación de sus vidas. Detrás
de las paredes que rodean este cuarto que ha sido mi refugio, mi celda, mi
cueva, se pierden personas y pasiones. Desaparece la sensación de humanidad y
el encierro se vuelve una esperanza contra la soledad que abunda en las
borrascosas montañas de aburrimiento.
Hace tres semanas que no
salgo más que por el pasillo que me conduce, ida y vuelta, a una calle jamás
transitada. Que recorro veredas descoloridas y peladas de flores. Aquí han sido
proscriptos los bellos jardines y los pájaros desterrados. Ni siquiera el pasto
quiere crecer en este barrio de nombre numérico pero, que en un ranking, no
ocuparía el lugar que el cartel de entrada dice. Estaría, si no lo está, cerca
del fondo, cerca de un infierno. O de otro. Pero lejos del cielo. Muy lejos
aunque desde aquí se consiga un atajo a la nubes.
Hace tres semanas que la
rutina me salva de perderme entre los desafortunados y voluntarios habitantes
de estas cuadras. Ellos, que elijen llamar “hogar” a esta pocilga, solo
disfrutan cuando se van. Ellos no lo dicen. Ellos no lo reconocen y yo, un
visitante temporal, puedo afirmarlo cada vez que mi nave rumbea lejos de este
paraje. Ellos lo saben pero no lo dicen, la popularidad los sacudiría, les
haría perder el titulo y la nobleza de ser el Barrio Uno y acabar siendo,
justamente, el Barrio Final.
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