lunes, 23 de septiembre de 2013

Ceguera

Fue un rayo tan fugaz y luminoso que por unos instantes quede ciego. No veía más que una intensa luz blanca que luego se convirtió en negrura. Podría haber aparecido cualquier cosa detrás que jamás lo hubiera visto. Ese destello fue tan intenso que no solo provoco mi ceguera, también logro que toda una ciudad quedara a oscuras por largas horas. Intente recuperarme de aquel estallido, volver a ver era lo mas importante. Luego, sin dudas, seria continuar con mi vida. Me restregué los ojos por un buen rato mientras una cantidad importante de lágrimas desbordaba mi rostro. Fue inútil. No podía ver y eso me preocupaba. Nunca había estado tanto tiempo en penumbras. Cerré mis ojos, intentando recuperar la luz al abrirlos pero fue imposible, seguía inmerso en las sombras. Mis miedos estaban depositados en que jamás volviera a disfrutar de la belleza de los colores y la magia del movimiento. Por mi cuerpo corría la adrenalina lógica que genera el pánico de una situación nunca esperada.
Hice un nuevo intento cerrando mis parpados pero, nuevamente, fue inútil. Nada parecía devolverme la visión. Estaba perdido o, por lo menos, así me sentía. A mí alrededor, mientras tanto, el mundo seguía andando como si todo hubiera pasado. Para el resto de los mortales, el estruendo fue el final de los sucesos mientras que para mí, fue el principio de mis preocupaciones. Mis manos insistieron con rudeza sobre los ojos buscando acomodar lo que se había salido de lugar. Tampoco consiguieron resultados positivos. Estaba solo y a obscuras.

Comencé a moverme, tanteando las paredes que me rodeaban, intentando buscar una puerta o un escape. Me habré movido unos cien pasos hasta que mi cuerpo chocó de lleno contra otro. Mientras yo rezongaba e insultaba del otro lado, hubo alguien que hizo lo mismo. Era una mujer. La suavidad de su voz hizo que mi furia se aplacara. Sosteniendo mi pesada complexión y las tinieblas que cargaba, me fui poniendo de pie. Una vez que mis piernas me sostuvieron erguido atine a disculparme y tendí mi mano para ayudarla.  Ella ya estaba de pie, frente a mí. Casi de casualidad nuestras manos se encontrarnos. Nuestros ojos eclipsados no hicieron falta para reconocernos en ese momento. Sabíamos que allí estábamos. Tome el camino de sus brazos hasta llegar a sus hombros. Mis dedos seguían ascendiendo hasta llegar a su cuello y de ahí a su boca, que ya me sabía a dulzor y delirio. Instintivamente, ella, hizo lo mismo. Hasta que ambos llegamos a los ojos. Ella poso sus delicadas manos en mis, ahora, inútiles ojos. Y yo, en los de ella. Su mano me acaricio con ternura y nuestras bocas se unieron en un beso interminable. Al separarse, la luz se hizo realidad y las sombras desaparecieron. Ella estaba ahí, frente a mí. Y yo estaba frente a ella. Lejos de las tinieblas, cerca del sol. 

sábado, 7 de septiembre de 2013

Una foto

Esperaron ansiosos esos días. Los almanaques de sus habitaciones tenían muchas cruces y un solo círculo, sobre el 14 de enero. Era la fecha señalada para la salida al Caribe. Cuba era la playa elegida por Martin, Víctor y Tomás. Eran inseparables, tanto que desde pequeños se escapaban de sus casas para reunirse en el campito donde se “vestían” de futbolistas para emular las grandes proezas de sus ídolos futbolísticos como Kempes, Ardiles o Houseman. Eran especialistas en enloquecer a sus padres y madres cuando algo se les metía en la cabeza. “La Banda”, así  se llamaban, no paraba cuando quería algo.
El día había llegado y los bolsos estaban armados hacia varios. No les faltaba nada. Martin, el detallista y meticuloso, había puesto todo lo necesario para bucear e incluso para armar algún “picadito” en la arena. Los demás dejaron todo en sus manos. Víctor era el fotógrafo del grupo. Llevaba siempre encima la Polaroid que le habían regalado en la Navidad del 77. Todo quedaba registrado a través del lente de la vieja cámara. Tomás, pura espontaneidad e improvisación, su única preocupación era la historia por lo que, lo único que no iba a faltarle eran libros biográficos e históricos.
Aquel atardecer del viernes marcado en el calendario amaneció esplendido y culminaba de igual forma como para enmarcar la salida del grupo. Los tres salieron de la puerta del edificio del aeropuerto y, como si la oscuridad los escupiera, fueron apareciendo uno a uno en la plataforma para enfilar al avión. Los muchachos revelaban una alegría que era evidente en los efusivos saludos hacia los que fueron a despedirlos.

Cuando llegaron a las escalinatas, antes de subir, Víctor tomó su Polaroid y le pidió a otro pasajero que les tomara una fotografía. “La Banda” abrazada y sonriente quedo tallada en esa instantánea. En ese papel quedó la última sonrisa registrada de los muchachos que corrían en los baldíos del barrio y enloquecían a los vecinos. Fue lo único que apareció intacto luego de que el Boing de Cubana se estrellara en plena carrera de despegue y consumiera en sus fuegos las esperanzas de estos pibes que ya no volverán.

viernes, 6 de septiembre de 2013

La mujer sin nombre

Fue amor a primera vista. Yo se que ella me amo tanto como yo desde el primer instante en que nos descubrimos. Ella, una joven de no más de veinte, vestía ropa formal y unos lentes con un gran marco rojo. Yo, con mis penosos veintiuno, volvía de trabajar. Estaba algo desalineado con respecto a ella pero, sonreía y creo que eso emparejaba las cosas.
Nos miramos un segundo, sus ojos marrones brillaban detrás de los cristales. Le sonreí y sonrió. Instintivamente, ambos desviamos nuestra atención a puntos poco importantes. Yo mire si venia el colectivo, el bendito 19. Hoy no estaba apurado, se podía demorar. Ella, supongo, espió la vidriera del local que estaba enfrente. Tontas huidas para volver a recaer en esa línea maravillosa que se formaba cuando nuestras miradas se conectaban.
Estaba nervioso, era indudable. Ella creo que también aunque, no se le notaba. Me senté en la garita a esperar. Ella hizo lo mismo y se ubico junto a mí. Mis manos sudaban, mi voz temblaba. No sabía que decir. No sabía qué hacer. Así que, me deje llevar y le tome la mano. Cuando la sujete, la mire. Me miro y apretó mi mano, como si hubiera esperado eso.

El tiempo que duro no lo recuerdo. Quizás un suspiro. Quizás una eternidad. Pero no fue lo suficiente. Fueron varias miradas y los juegos de nuestras manos. Caricias que iban y venían pero nada más. Hasta que, desgraciadamente, llegó el final. Ella, la mujer sin nombre y de ojos marrones, se paro y le hizo señas al micro amarillo con el cartel luminoso identificándolo como el 34. El vehículo se detuvo casi frente a ella y abrió su puerta. Ella subió dos de los tres escalones y se dio vuelta, me miro por última vez y sonrió. Antes de ser devorada por la inoportuna maquina me regalo el único beso que tuvo nuestro amor fugaz. Ella se fue y mi amor, también.