Nos miramos sin decirnos nada.
Un dialogo en el que no hay palabras ni gestos, solo coincidir en ese instante
en nuestros ojos. Coincidir en la sonrisa y terminar en un beso. Sus ojos
azules irresistibles hacen que los míos, pardos y comunes, se sientan únicos e
irrepetibles. Ella hace que yo me sienta impar, privilegiado.
Nos miramos, no decimos nada.
Mi mano dibuja una caricia en su mejilla, su cabeza se inclina sobre ella
asumiendo la suavidad de mi gesto. Su piel tersa y sedosa sugiere avanzar. Ella,
no me detiene. Lo desea. Subo mi otra mano y la rodeo casi por completo. En ese
momento las miradas fundidas se separan pero, nuestros cuerpos se acercan. La abrazo,
la contengo, la protejo. Siento que allí, contra mi corazón, ella es inmortal.
Siento que somos eternos.
Nos miramos, nuevamente. Más
de cerca, mucho más al alcance del ansiado beso. Lo deseo tanto y, a la vez,
temo cometer un error a la hora de aterrizar en sus labios. Ella no opone
resistencia a mi movimiento. Me acerco con cautela, casi con temor. El rechazo
seria fatal. El juego de mis manos sigue en su espalda, trazando líneas sin
formas que suben y bajan. Llego a ella, al comienzo de la existencia, a su
boca. El nacimiento de nuestra unión me lleva a las nubes, me hace delirar. Ya no
pienso, estoy soñando. Mi alma estalla en esos segundos que duran siglos.
Abro los ojos, ella también. Nos
volvemos a ver. Ella, con sus pupilas azules y letales, me libera de los
grilletes que me sostenían. Mis ojos comunes, sumisos y temerosos, vuelven a sentir, a creer, a volar. A volar…