Volví a esa esquina una y
mil veces. Cambie los horarios, los lugares de desde donde llegar, mis rutinas
y mis tiempos para buscarla en cada rostro que cruzara. Sin embargo nada, no conseguí
dar con su perfume y mis urgencias. Mis miedos se comenzaron a ensanchar
ocupando los espacios que dejaba la esperanza de encontrarla. Después de tanto
desquicio, decidí dar un paso al costado. No era rendirme, no, era volver a los
hábitos normales de una persona de mi edad que tiene responsabilidades y
obligaciones.
Mis días en la fábrica
pasaron volando. Mis noches, por el contrario, se hicieron eternas y cargadas de sensaciones de escasez. Las semanas
se consumieron como cigarrillos en manos de adictos, mis ilusiones habían sido
dilapidadas en mismo instante en que la realidad se empecinó en cachetearme una
y otra vez desde su partida. Simplemente me deje llevar por la abrumadora
secuencia que genera vivir siguiendo metódicamente y sin esperar nada más que
el final del día para caer rendido sobre la almohada y viajar a un mundo de
sueños donde, quizás, pudiera torcer mi existencia por un rato. Hasta aquella
tarde de julio en que volví a esa esquina.
Pura casualidad, nada
previsto ni deseado, debía pasar por unos resultados médicos a unas cuadras de esa
tortuosa esquina. Y fue allí, en ese momento que volví a dar con ella, con la
mujer perdida, con los viejos fantasmas y los miedos. Una foto suya, su boca,
sus ojos, su pelo y su nombre encabezando los titulares de un diario local: “Muerte
pasional”. Mi alma se estrujo y salió disparada de mí ser. Mis manos sudaban
terror y mi cuerpo flaqueaba herido de muerte. Alcance a leer las primeras líneas
de la bajada: “Una mujer de treinta y dos años fue encontrada en el dormitorio
de su casa ahorcada. No quedan dudas del suicidio ya que dejo tres notas: una
para la familia, otra para sus amigos y, la tercera, para un hombre que todavía
no fue identificado…”