Ellos se vieron por primera
vez pero ya se conocían. Se habían sentido, se habían hablado, se habían acariciado
cientos de veces antes de ese instante. Se miraron por primera vez como dos
almas que se reencuentran en algún punto del camino. No se dijeron nada y, sin
embargo, se dijeron todo. Ellos estaban juntos aunque nunca estuvieron
separados, estaban unidos más que nunca.
Ellos se vieron por primera
vez aunque eran viejos conocidos, llevaban meses entendiéndose el uno al otro. Conectándose
el uno con el otro. Eran el primer chispazo de sus ojos claros en el medio de
los de ella. Era el principio de la divinidad hecha tangible y visible. Eran segundos
eternos que, para ellos, fueron siglos. El tiempo no existió. Solo Él. Solo
Ella. Solos los dos. Los que ahí estábamos, éramos espectadores estériles e invisibles a
su mágica comunión.
Ellos se vieron por primera
vez sabiendo que nunca más dejarían de estar juntos, que por más que haya un océano
infinito de por medio serian uno para siempre. Ellos sabían que de ahí en más
sus vidas no serían las mismas. Sus vidas están vinculadas en el universo, en
las estrellas y en sus corazones. Verlos en ese instante es la explicación más
simple a cualquier misterio. Verlos, disfrutarlos, es suficiente para saber que
mi mundo inicia y termina en ellos.
Ellos se vieron por primera
vez y no dejaron de verse nunca más.