Todavía los libros de la
buena memoria me desprenden las lágrimas que prometen. Algunas veces duelen los
acordes cuando el ambiente está plagado de puñales expectantes de incrustarse en
el alma de los andantes. A veces dudo si mi boca y mi voz podrán llegar allá. Dudo
que tengan la fuerza para alcanzar las alturas porque en las profundidades ya
estuve y no te encontraría jamás en esos parajes. Quizás si te escribo, si te
pienso en las palabras que voy dibujando puedo traerte aquí otro rato. Se hace difícil,
el mar no descansa y las aguas del olvido se hacen infranqueables.
Una garantía inescrutable
de la vida es la muerte. Tremenda paradoja. La certeza de que todos iremos a
parar allí hace que, invariablemente, inconsciente, o no, seamos participes de
los miedos que producen el abandono temprano o, mucho peor, nuestra bajada abrupta
de este mundo que tantas veces quisimos parar. Aquel que niegue el miedo al
abismo miente. Aquel que afirme estar preparado para dar el paso, también. Nadie
quiere morir. Nadie esta listo para irse. Por eso cada canto hace que tu gira
se eterna, hace que tu voz se eterna y la luna siga sedienta de los viejos
acordes.
Mientras el tallo crece en
el nogal y la primavera avanza, sigo aquí, parado, esperando que el mar
descanse y los tigres se vean en la lluvia. Todavía duele, todavía pesan las
notas de los libros de la buena memoria que tan efectivamente cumplen con su
letra y me hacen llorar.