Soñar en la calle, con el frío
que cala hondo y perfora los sentimientos debe ser utópico. Cerrar los ojos y
dejarse llevar, soltar las amarras que nos sujetan al suelo y echar a volar. Desplegar
las alas atadas y comenzar a surcar las alturas dividiendo nubes. Debe ser fácil
hacerlo si en las noches no hicieran temperaturas extremas que nos asemeja más
a la Antártida que a Cuba. Pero, escapar no se puede, la cadena todavía está
sujeta al muro. Es implacable.
Soñar en la calle debe ser
una misión, prácticamente, imposible de realizar o, al menos, de intentarlo. El
cielo ennegrecido, que augura heladas filosas, es determinante para la voluntad
del soñador y el que quiera probar un poco de ese plato.
Soñar en la calle mientras
la frialdad y frivolidad de los que miran sin ver, de los desentendidos que portan
desconfianza pasa al lado queriendo evitar una realidad inevitable. Esa atenta
mirada solo entorpece el camino de los anhelos que pacientemente aguardaron
durante el día su momento de reinar. Los invisibles son evidentes y los
urgentes son inútiles.
Soñar en la calle no es
tarea fácil pero no es imposible. Algunas veces, cuando el gélido compañero ha
dominado la situación, aparece un ángel, sin túnicas ni aureolas, con el
remedio para los dolores. Estos servidores, la solidaridad y la humildad,
aportan esperanzas para creer que la realidad no es más que un camino para
volver a soñar. Que las sujeciones son momentáneas y el tiempo de volver a cerrar
los ojos con ilusión llegará pronto.
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