Nosotros no nacimos para
mentirnos, le dije mientras mis ojos estaban perfectamente alineados a los de
ella. Le repetí que nunca iba a mentirle porque el destino, el nuestro, era
estar juntos. Sus ojos tan simples y sinceros, tan transparentes y puros, tan
bellos y verdaderos. No dije más y solo la abrace. La apreté contra mi pecho y
me deje llevar por el momento. Fue como si se abrieran alas y mis pies se despegaran del suelo. Eso fue
lo que sentí al tenerla entre mis brazos. Me sentía inmortal y fuerte. Quizás
era ella. Quizás era yo. Aunque, definitivamente, éramos los dos.
Por un instante volvimos a
mirarnos, a perdernos en ese dialogo infinito que se producía cuando nuestras
miradas se conectaban. Una sonrisa que llevo a un beso y de ahí a las estrellas
para volver a la tierra. Un recorrido que bien podría haber durado años luz y
solo duro lo que dura un beso. Tan
mágico e indescriptible como eso.
Nos separamos por un
momento. Dejamos de abrazarnos. Ella volvió a posar sus ojos en mí. Me miró con
ternura y tristeza. Se acerco y me beso. Otra vez. Un beso de despedida. Un
adiós. Suspiré y rogué que sea un hasta luego.
Una vez que su mano se
alejo de la mía, tomó su bolso y subió al tren. Ella se perdió en medio del
gusano metálico que la devuelve a su vida. Yo quede allí, parado en aquella
estación, esperando que ella vuelva pero nunca más volvió.
Es verdad aveces decimos adios, cuando en realidad queremos decir hasta luego.
ResponderEliminar...Es que lo vuelvo a leer y simplemente me encanta!!! Muy profundo.
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