No hay nadie. La habitación
esta tan vacía como mi vida. Las paredes blancas ya han perdido su pureza por
culpa del moho que avanza sobre ella. El hedor que inunda el cuarto hace
imposible una vida saludable. Sin embargo, allí vivo. Es mi “hogar” hace poco más
de un año. Más allá de la puerta hay muchos mundos como este. Quizás mejores. Quizás
peores. A pesar de todo, la soledad no se anima a mudarse conmigo. Hasta ella
parece haberse decidido a continuar por caminos distantes a los que yo
transito. El dolor, en cambio, es un visitante asiduo. Prácticamente a diario
ingresa sin golpear y se instala en mi pecho generando fuertes punzadas en el corazón
para mantenerme vivo. Para hacer de memoria y castigo. Para no dejarme olvidar
los momentos trágicos que me arrastraron a este rincón perdido.
Estoy solo. El ruido de los
vecinos se hace molesto pero el silencio de las noches aturde mi cabeza. El miedo
es otro ratero que se aprovecha de las pocas veces en que logro conseguir algo
de coraje para enfrentar la vida. Aquí todo es fragilidad, incluso yo. Incluso
mis temores porque ellos hoy son unos pero mañana se volverán otros. Serán
mayores, serán más fuertes.
Estoy solo y no le encuentro
salida a este laberinto infinito al cual la vida me ha arrastrado. Mi cobardía me
ha doblegado por completo por lo que me niego a resistirme a otra noche de
batalla. Me niego a soportarme otro par de horas. La verdad y la sentencia están
en el plomo del viejo Smith&Wesson. El “oxidado”, así lo llame siempre, hoy
será juez y parte. Hoy será el día en que no habrá mañana.
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