Casi al mismo tiempo, la
mujer del cuarto piso, parada en el balcón, mira al este buscando una estrella
o una respuesta. Mas abajo y enfrente, un hombre asoma detrás de una cortina. Él
busca una mirada donde el sol comienza a abandonarlos. Ella, tiene los ojos
perdidos en la inmensidad. Ambos miran, se miran pero no se ven. Se buscan pero
no se encuentran. En cada repaso del cielo cada vez más ennegrecido siempre llegan
al mismo punto cuando miran el suelo con resignación. El peso del día los
somete en estas horas donde las penumbras serán maléficas e implacables. Los dos sienten sobre los hombros el saco que
carga con el tiempo y la soledad.
Casi al mismo tiempo, ella,
la mujer del cuarto, baja la vista y descubre que no está sola. Él, por fin,
encuentra la sensación de estar alineando los ojos con los de esa mujer. Los segundos
no cuentan, se convierten en detalles. Solo unos metros y el silencio los
separa. Solo una calle los detiene de sentirse encontrados y, por primera vez,
acompañados. Él, con un envión de coraje, la saluda. Ella, tímidamente, sonríe
y devuelve el gesto. Ellos ya no buscan desentrañar incógnitas ni enlazar
sentimientos. Ellos están conectados y abstraídos de todo lo demás. Él no tiene
dudas. Ella tiene certezas
Casi al mismo tiempo que
ella le hace señas para bajar, él cierra la ventana en busca de esa mirada
cautivante en la otra acera. Cuando ellos se encuentran a mitad de la calle, que
parecía un océano de fuego, en ese instante, en el que están haciendo de su encuentro
el mundo, yo, bajo la persiana porque mañana será otro día.
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