Son las 9.33, exactas, en
mi reloj y pareciera que es el único que avanza y descuenta vida. Los segundos
siguen siendo implacables en la acumulación de pasado y todo a mí alrededor
parece congelado. El Café que siempre está superpoblado, hoy, esta desolado. Vacío.
Nadie ocupa las sillas y mesas de roble tan codiciadas en otras horas. Solo se
puede ver al dueño limpiando la barra. Nadie más, nadie menos. La fuente, que
algunos llaman de los deseos pero lo único que hace es apilar historias
frustradas, está detenida. Los siete chorros de agua descansan o toman impulso.
Creo que son ambos al mismo tiempo.
La hora: 9.48, quince
minutos mas, o menos, según como se lo mire, y el silencio se vuelve
ensordecedor. La quietud muestra que, en algún momento, la ciudad duerme. Lo
hace como trasnochado, como noctámbulo,
hasta varias horas después que el día le gano la pelea a la noche. Ni un atisbo
de vida se desprende en estas calles donde las ofertas son persianas metálicas
y abundante quietud. Sin consumidores no hay consumo, ni caos ni multitudes
curiosas. Nadie. Nada. Solo mi libreta y yo.
Avanzan los minutos y mi
reloj suena apuntando las 10, exactas. El paisaje sigue igual, dista de
cambiar. Por el contrario, mi sola presencia ya parece turbar la dormida
existencia de los que habitan este pasaje. Comienza a ser una bendición esta
soledad, esta calma general. Me siento colonizador de estos pocos metros de
desierto humano en medio de una gran ciudad.
Cuarenta y dos minutos
llevo esperando y recién aparece el primer caminante. El primer madrugador (?)
que, parece dar el puntapié inicial a una oleada de personas hambrientas y consumistas.
Detrás de él, la muchedumbre que comienza a poblar los rincones. Los ruidos y las
voces comienzan a callar al silencio dilapidando su presencia. Las persianas se
levantan y se hace visible un mundo detrás de ellas. Casi instantáneamente,
empieza el recorrido ansioso de los compradores que miran azarosos en qué
fulminar los ahorros. No hay dudas que siempre habrá cosas inútiles que comprar
y luego, desechar. Sin dudas la ciudad ha despertado. La presencia del fragor
sonoro lo demuestra. Se nota porque ya no se puede disfrutar de la calma y hay
que comenzar la travesía de esquivar a los apurados, evitar a los lentos y a
los perdidos. Habrá que salir y encontrar alguna calle donde la ciudad todavía duerma
la siesta para volver a ser dueño de una porción de tranquilidad. Para volver a
sentir el silencio y la paz.
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