A veces las lágrimas son la
puerta de salida de muchas emociones. Los males que pueblan el alma consiguen
abandonarnos, al fin, cuando el torrente de agua salada que parte de nuestros
ojos comienza a inundar las mejillas. Acompañado de la molesta sensación de no
poder respirar. El ahogo es insoportable y parece estar solo para sumar un
detalle más en medio de tantos pesares. Como si con lo que uno tiene dentro del
alma no fuera suficiente, debe lidiar para conseguir bocanadas de aire que
permitan seguir socavando las penas. Achicando el dolor solo a través de ríos
de lagrimas, a lo largo de angustiosas horas de soñar con que “esto no tendría que
pasar” o, la mas común, “por qué a mi”. Es necesario que, de vez en cuando, se
limpien las cicatrices y se laven las heridas marcadas en el corazón.
Algunos entienden que no
son molestas y las aceptan. Las comprenden. Las superan. Cuesta y duele pasar
por encima de ellas y, con suerte, llegar del otro lado airoso. No es
imposible. No es cosa de héroes mitológicos o de súper personas que nunca los
detienen nada. No. Se puede si se quiere. Se avanza cuanto se desea y se pierde
lo que se olvida. El sollozo solo tiene un fin, recordarnos que somos mortales.
Que podemos volver a empezar pero, esta vez, con algo de ventaja. Con el
beneficio de haber llorado antes, de haber sufrido los pasos previos. Si este
fue suficiente y la memoria abundante, no habrá forma de volver a pisar las
sendas oscuras. Y si se repiten los ríos serán distintos porque habremos
crecido. Habremos entendido que estamos por la vía correcta para ser lo que nos
propusimos ser. O, en todo caso,
habremos acertados ciertos puntos ¿O acaso no se llora de felicidad?
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