El silencio y el ruido, opuestos y dispares
ocupan los espacios. Abordan por completo la sala. El desorden generalizado
hace que parezca que todo está dispuesto estratégicamente, con un fin
especifico cuando, en realidad, el caos fue quien determinó que la media azul y
roja quedara colgada de la silla y la camisa quedara a medio acomodar en la
percha. El perchero es un adorno, nada cuelga de él. Como los cuadros, ocupa un
lugar en la pared para que no este desnuda. Ropa sucia y limpia, libros, hojas
sueltas, la taza del té de hierbas que tomé anoche y las llaves del auto
adornan el escritorio. Las zapatillas blancas están esparcidas en una y otra
punta del dormitorio. Los jeans celeste que ayer busque para ir al café aparecieron
de casualidad debajo de la cama. Es como dicen, “cuando no lo necesite, aparece”.
Confirmado, no hay dudas. Sin embargo, las afirmaciones escapan junto con el
paradero de ni remera preferida. La remera negra con letras amarillas, la que
uso siempre que tengo algo importante. La que me pongo aunque sea arrugas y,
abajo, una camiseta. Pero, en este preciso momento, esta desaparecida. Ausente.
No está. Justo cuando más la necesito. Revuelvo un poco más el alboroto, tiro
cosas para un lado y para otro. Es como acomodar pero sin un orden especifico,
sin doblar ni poner los pares juntos. No. Mas bien se trata de armar
una pila con las cosas que no necesito, ahora, y ver, después, si aparece la
necesaria remera. Es trasladar el lío de aquí hacia allá. La suerte y la anarquía
que dominan este lugar no juegan a mi favor, por el contrario, se suma la hora
a mis rivales de turno. Debo irme sin el amuleto. Sin mi cábala. Si me va bien habrá
sido la suerte. Si me va mal ya se a quien culpar. Es martes trece, cualquier
cosa puede pasar y yo sin mi garantía de éxito. Será un desafío sobrevivir al día
pero no queda otra salida. En fin, crucemos los dedos y esperemos no cruzar algún
yeta, vaya a ser cosa que comiencen a caer las macetas de los balcones.
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