Al pasar
escuche una frase que no quiero repetir, escuche frustración, indignación. Escuche
como la gente se rendía, como entregaban a la suerte el destino de sus
decisiones, de sus sueños. Las palabras que ahogaron mi pasaje fueron letales,
como un tsunami. Fueron absolutas y devastadoras. Todos cabizbajos, resignados.
Nadie veía más allá de sus narices. Ninguno parecía considerar que el tiempo pasa y, lógicamente,
las tormentas también.
Era una
esquina repleta de personas de variadas edades, de diversas realidades, de
diferentes pensamientos pero, un común denominador, la mansedumbre frente al momento
que les tocaba atravesar. No pude escuchar más que eso, una frase y me aleje
con el viento. Menos mal que pude huir, temí correr la misma suerte que ese
grupo. En mi escape, por suerte, conseguí perder el alcance de mi audición y de
mi vista. No los vi ni escuche más, por suerte. Ellos estaban allí, parados sin
hacer otra cosa que quejarse. Yo camine, pero con quejas. Me hubiera gustado
salir mas rápido de ahí, sin embargo, entendí que era necesario escucharlos
para comprender. Para poder continuar avanzando sin negar el pasado.
Hice unas
cuantas cuadras hundido en la música, en el paso del camino. Hice unas cuantas
reflexiones y al final, repetí esa oración: “Y bueno, que le vamos a hacer”. Sacudí
la cabeza a ambos lados y entendí, otra vez, que era un afortunado de haber
podido continuar. Pobre esos que pararon y todavía están allí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario