Y allí estaba,
solo y sin poder hablar con alguien. Ahogado en mi desesperanza, en mis pesados
pensamientos que no me daban tregua. El aire era incomodo, lo sentía en mis
pulmones como una carga, como si no fuera un ciclo constante donde lo que esta
dentro, pronto estará fuera. El cuerpo demostraba, claramente, los efectos de
la desesperación, de querer estar en otro lugar. Las manos sudaban a baldes. Mares
de sudor se corrían por mis dedos. La camisa a cuadros se pego al cuerpo,
dibujaba claramente la figura de mi espalda. La ansiedad se hizo tan grande que
no concebía la calma. Parecía tan lejana como Marte. Como los sueños a la
mañana. La pesadez se acrecentó, la desesperanza también. No había escapatoria,
no había manera de salir de allí. Era mi turno, el odontólogo me llamaba. No podía
correr, Él conocía mi rostro, mi condena estaba pactada. Mi sufrimiento apenas
comenzaba. La sonrisa del profesional parecía entender mi pánico, mis ojos
desorbitados solo se entregaron al dolor. Otra cita más, otro calvario, otra
promesa incumplida, yo sabia que allí dentro “no duele” nunca llega. Siempre
espera afuera porque tiene otro turno. Allí me tocaba estar y resistir. Y enjugar
la boca y cruzar los dedos para que el tiempo vuele. Aunque siempre es eterno…
No hay comentarios:
Publicar un comentario