La muerte se mide a partir de la vida vivida, el tiempo entre el primer llanto y el último, son lo que definen quienes fuimos y que legado queda de nosotros. Podemos pensar en los hijos, grandes obras majestuosas, obras que carguen el rotulo de nuestro nombre o la fama de haber vivido. Pero nada de eso trasciende más como las marcas que quedan registradas en el alma de aquellos que logramos tocar con gestos mínimos. Un beso, un abrazo, una palabra o un silencio oportuno pueden ser más trascendente que una fortuna sobre la mesa.
Somos
seres efímeros que para poder pensar en vivir tenemos que ser conscientes que
vamos a morir. No se puede elegir el cómo ni mucho menos el cuándo, pero construyendo
un día a la vez, poniendo en cada uno de ellos nuestro mejor intento podremos
hacer una sumatoria de días donde reinó la buena voluntad por sobre el dejar
que corra. No podremos ser o hacer miles de cosas, pero podremos ser y hacer
muchas otras. Las temporadas de la vida nos llevaron a entender que hoy no es
ayer y que mañana tal vez no es mejor. O tal vez sí. Pero sin el hoy mañana
será un misterio sin resolver que se convertirá en una utopía inalcanzable como
la zanahoria del burro.
La muerte
se mide a partir de la vida, porque una no es sin la otra. Y ambas son tan
absolutas e indiscutibles que nunca podremos negarlas. El que viva sabrá que
morirá. Y el que muera habrá vivido. Por más que intentemos negarlo, morir es
parte de la vida. Entender que llegar a ese destino libre de peso innecesario,
nos dará un camino mucho menos complicado. Porque complicaciones van a existir.
Siempre. Es nuestro deber elegir qué llevar y que no. Convertirnos en Sísifo es
una decisión personal. Yo prefiero no hacerlo y vivir un día a la vez.
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