Y comenzamos a andar, a movernos por movernos. A
sentir el paso del camino bajo los pies cuando realmente soltamos el peso extra
que tanto nos empeñamos en cargar. Liberamos las culpas que nos flagelan y
limitan a ser lo que, quizás, nunca quisimos ser. Entenderíamos al niño que
fuimos cuando nos odiara por habernos convertido en esto que somos.
Y comenzamos a volar, a despegar del suelo
cuando cerramos los ojos y dimos ese primer paso que nos llenaba de miedo dar. Cuando
de repente, sin darnos cuenta, estábamos dando las primeras aleteadas como ángeles
que inician su periplo por cielos jamás recorridos con destinos inexplorados y
por conocer.
Y comenzamos a soñar, a creer en eso que veíamos
y vivíamos cuando cerrábamos los ojos, cuando nos quitamos de encima los
prejuicios y las opiniones ajenas a nuestras voluntades libres y deseosas de
recorrer las nubes. Es una pelea sin golpes ni sometidos, una lucha entre la
pereza y las ganas de llegar a esa cima que, a veces, parece lejana. Soñar es
caminar y caminar buscando caminos, haciendo caminos hacia ese Edén que
buscamos.
Y comenzamos a
ser cuando realmente hicimos el duelo necesario que nos excomulgaba con
el pasado que nos atormentaba. Los látigos lejanos todavía dejaban marcas en
una espalda cansada de sufrir. El veneno que nos inyectaron debe ser extirpado
para dar lugar a la pureza. Ser y renacer de las cenizas para dejar atrás y
volver a la senda.
Y comenzamos cuando lo decidimos. Porque
comenzar es ponerse en movimiento y dejar atrás todo lo que no es, para
transformarlo en lo que queremos que sea. Comenzar es eso, moverse tras los
sueños, extendiendo alas que nos lleven al infinito y nos liberen de los males
que nos atan.
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