La explosión detonó en cada rincón
de la cuadra. Fue rotundo el ruido en ese instante. No se oyó nada más. Ni
siquiera el grito seco de la muerte que cubría todo lo que tocaba. Nuevamente,
otro estallido. Ya son dos. Uno más, tres. El rugir de la pólvora hace dudar
hasta al más valiente. Temo asomarme, mi
instinto de auto-protección me dice que no vea que sucede. ¿O es el miedo que me
inmoviliza? Me mantengo cauto y espero a que los ruidos, o sonidos, me digan
que sucede. Detrás de la persiana estoy seguro. ¿Lo estoy? Mejor que del otro
lado, sin dudas.
Un estampido, una corrida. No sé
cuántas personas fueron, si iban o si venían. Fue rápido y estruendoso. No como
los disparos. No. Un grito en el vacío y la soledad de la noche parecen
despertar a los que duermen. Me acerco más a la puerta y vuelvo a retroceder.
El miedo es una cadena pesada que cuesta mover. Una sirena a lo lejos, alguien
aviso a la policía. Están cerca. Otra más, pero lejos. Sin embargo, el silencio
sigue reinando en el frente de mi casa.
Una nueva descarga, un nuevo
disparo. ¿Dónde están las autoridades? La muerte acecha y pisa fuerte en estos
momentos. Los ruidos de los móviles parecen confirmar que su llegada es
inminente. Segundo disparo, el quinto desde que estoy alerta, y mis piernas
sienten el estupor de no saber que sucede afuera. Retrocedo y dudo. Me decido,
definitivamente. Debo hacerlo, me aliento. Y me encamino a la entrada. Me paro a dos metros
de la entrada, inflo mi pecho de coraje y avanzo hasta la ventana. Muevo un
poco las cortinas y espío. De a poco
miro lo que sucede afuera. Es cierto,
mis piernas parecen temblar pero, me mantengo ahí. La curiosidad es más fuerte.
Miro a un lado y al otro. Y ahí está, el espectáculo es formidable. Cinco o
seis adolescentes con bombas y banderas festejando no sé qué pero ajenos a las
reacciones que corren en mi cuerpo. Cierro la cortina, doy media vuelta y
mientras camino a la cama voy recuperando el color, el alma y la tranquilidad.
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