Un beso que duro lo que
dura un suspiro. Nuestros ojos se encontraron, nuevamente, pero ninguno insistió
en los labios del otro. Quería volver a intentarlo pero ella parecía no
sentirme como alguna vez lo hizo. Ella, en cambio, sintió la urgencia a partir
de su boca pero, por miedo, prefirió alejarse. Negar que esta realidad
existiera. No quise instar. No se por qué. Solo, hice un paso atrás y me fui
sobre mis pasos. Ella, al verme partir, solo atinó a balbucear un “no te vayas”
pero la fuerza no estaba en sus palabras, su corazón mudo todavía no había aprendido
a hablar.
La distancia que me empezó
a separar del momento en que volvimos a besarnos no se daba por los metros que
me alejaban del calor de sus labios, no,
la daba la sensación de lejanía con respecto a mi propia alma cuando se sintió tocada
por la suya. Estuvimos tan cerca y ahora, en este instante que me retiro
rememorando la dulzura de su ser, lejos como nunca antes lo habíamos estado.
Camine sin rumbo por varias
cuadras, varias esquinas que me regalaron la dicha de perderme en mis
pensamientos sin sentir el golpe que da la realidad al recibir un bocinazo o un
insulto capaz de devolver la crueldad diaria. No se cuanto vague por los mares
de mis dudas, solo se que llegue al pórtico de mis miedos para enfrentar, otra
vez, los ojos que había añorado tanto. El estallido de mis sentimientos me
obligó a correr tras los labios que hacia minutos había temido volver a sentir.
Corrí y corrí con desesperación, el
pavor de que ella ya se hubiera ido me impulsaba a hacerlo mas rápido. El deseo
de encontrarnos hacia que, prácticamente, volara.
Llegue a esa esquina, a la
que nos había juntado por casualidad, y ya no estaba. Se había marchado. Mira para
un lado y para el otro. Mire al cielo buscando una ayuda pero nada, ella había seguido
con su vida y yo, otra vez, había dejado que se fuera sola por su camino. Mis temores mas profundos se hicieron carne,
mis dudas absolutas y mi cuerpo un lastre. Ella se había ido y yo, había quedado.
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