Fue un portazo y adiós. El
estruendo de la madera contra el marco metálico provocó el redoble de las
paredes. La explosión del llanto tras ese ruido socavo las esperanzas de la
reconciliación. Con los corazones debilitados, ambos miraron con rumbos
opuestos y fueron en busca de un sol que iluminara la tormentosa realidad del
momento. Ella, bañada en lágrimas de dolor. Él, ahogado en impotencia. Ambos
perdidos en la nebulosa de una sinfonía violenta de la decadencia del amor. Definitivamente
han sucumbido ante las posibilidades del encuentro con el amor.
Ahora, el río desborda de
agua salada originada en los ojos tristes de ella. Buscando desagotar en algún
mar de consuelo que permita sobrevivir a la noche de calvario y absoluta
soledad, encuentra anegados rincones sin salida. Ahora que las horas no
terminan, el dolor se hace tirano y dictador del alma en pena. Él, todavía
camina. Todavía busca en el cielo una respuesta que encierra su cuerpo. La
caída en este abismo sin fondo le niega la sensación de adrenalina, le esconde
la muerte el desenlace final de su salida violenta.
Ella llora, todavía, y
sufre en su cuerpo las heridas del abandono. De la soledad que tendrán sus
mañanas cuando descubra la inmensidad de su cama. Él siente en la garganta el
producto de la noche anterior. Los gritos y la euforia vertida en esa discusión
han dejado su marca. Sin embargo, ya no hay lágrimas, solo la pesadez del
encuentro con la realidad. La cruda realidad. Ella seguirá unos días así. Él,
también. Pero ambos volverán a creer que fue un portazo y nos volveremos a ver.
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