Hacia tiempo
no me pasaba las noches así, mirando el cielo. Contando las estrellas, las únicas
testigos de mi absoluta y completa relajación. El viento suave y la vibración
de las hojas de los árboles que pueblan el jardín hacen de esto una verdadera melodía.
Un par de luces surcan el cielo, una roja y una verde. Y una blanca que apenas
puede verse. Así que, además de los músicos de ocasión estoy solo con mi
soledad. El primer pensamiento que me aparece es de paz, de relajación. Los
conflictos de mi existencia están en una tregua circunstancial, los dramas se
han convertido en comedia y, lo mejor, la exaltación que produce la vida en la
ciudad están de paro ya que estoy completamente solo. Como Robinson Crusoe pero
sin Viernes. Así mismo, me siento complacido por este instante. Luego, sumido
en un estado prácticamente de meditación con el universo, se acopla al paisaje
y sus sonidos, el canto de un grillo que profundizaba aun mas mi comunión con
esta tranquilidad.
Y entonces,
sucedió. El vecino de al lado puso la música hasta el máximo. El atronador
ruido de los parlantes destronaron al silencio. La paz sucumbió ante la debacle
que origina el aparato de audio. Adiós a mi noche, adiós a las estrellas. Ya
estaba escrito, no podía durar mucho este paraíso terrenal
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