martes, 31 de enero de 2017

Encuentros desencontrados

Quedamos expuestos a las posibilidades de encontrarnos. Ella iba a pasar por ahí y yo quería que así fuera. Intente por todos los medios llegar antes, pero, el tren, el fastidioso e impuntual tren, hicieron que arribara quince minutos más tarde de lo previsto. Igualmente, ahí estaba, sentando bajo la sombra de un frondoso árbol. Esperando. Esperando que, al fin, diera la vuelta en la esquina y apareciera como a diario lo hacía. Nunca modifica sus rutinas. Bañarse, desayunar y luego salir. El camino por la misma avenida para doblar en la misma esquina hasta llegar al trabajo. Yo lo sabía y ella también.
Allí estaba, deseoso de que se diera ese causal encuentro donde vernos era la verdadera razón de todas mis acciones. Mientras aguardaba, con cada vez menos esperanza, imagine millares de conversaciones. Preguntas, respuestas y hasta los gestos que pudiera dibujar su rostro. Fueron eternos los momentos que estuve ahí sin saber si estaba bien o mal mi intento de verla. Las dudas fueron creciendo, pero mis deseos tuvieron mayor peso. Si estaba equivocado lo sabría. Y si no, también. Sus ojos no saben mentir, lo sé. Estoy seguro que ellos serían mi juez y mi verdugo.
Pasaron los minutos y su ausencia se hacía cada vez más notoria. Intenté no pensar para ser espontáneo, pero no pude. Esta espera premeditada hacia que todo tuviera un riel con destino a un solo lugar. Ya estaba predestinado a ser. O no.
Colectivos, autos, transeúntes y perros pasaron frente a mí. No los contabilicé, pero seguramente fueron muchos. El sol ya indicaba el paso del tiempo y el calor se hacía insoportable. Me puse de pie y comencé a caminar en sentido contrario al que ella haría. Quizás diéramos de frente. Quizás no. Las mismas cuadras, buscándola a uno y otro lado. Ella seguía ausente. Llegue a la avenida y de ahí hasta su departamento. Nada. Solo desencuentro e incertidumbre. Tantos meses esperando tomar valor y no sucedía. Camine y llegue al hall del edificio. El séptimo “B” estaba al alcance de mis deseos. Pero temí presionarlo. Entre idas y vueltas, tome coraje y llame. Una. Dos. Tres veces. Casi con ansiedad y desesperación. Hasta que una gruesa voz del otro lado resonó en mi como un puñal al alma. Solo un par de palabras y todo acabo. Dijo: “Ya no vive aquí” y todo acabó.