La noche ya se hizo una
realidad. La obscuridad es absoluta y domina cada rincón del lugar. Nadie
camina por las calles. Nadie se anima a desafiar las sombras. La soledad es
incondicional, como el silencio. Apenas en la distancia es distinguible una
sirena, como si fuera una alarma. Pero, no alcanza a molestar.
En medio de tanta soledad
estoy yo, caminando. Cruzando un barrio tan hostil como la vida misma. Errante
y distante, azotado y aislado. Pateando mis penas voy avanzando, o eso creo.
En mis piernas cada paso es un metro más lejos de ella. En mi mente, cada vez
estoy más condenado a sufrirla. Ella, la que suponía el último amor, el amor
eterno, me ha abandonado. Ha preferido seguir caminos lejos de los míos. Ha
mirado horizontes que en nada se parecen a los que se ven desde donde estoy.
Un instante que se hace
eterno. Un recorrido que se convierte en tortura. Un regreso que nunca acaba y
una pena que nunca se termina. Así es la vida en este barrio. En estas calles
que hoy me condenan a sufrir por las penas de amores no correspondidos. Estas
esquinas que esconden sufrimientos y demuestran realidades poco ciertas. Así es
mí transitar por estos rincones que, aunque quiera esconderme, jamás podré
hacerlo. Siempre estaré al descubierto para que cualquiera pueda desnudar mis
pocas virtudes de hombre, para que cualquiera destruya mi escasa valentía. Marchar
errante y sin consuelo. Así voy con una sola certeza, el dolor que causa una
lagrima que nunca acaba de rodar por la mejilla. Y la tristeza de eterna de
saber que además de la muerte una negación rotunda puede hacer súbito el final
de los sueños que alguna vez creímos posibles.